CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AL CARDENAL MARC
OUELLET,
PRESIDENTE DE LA
PONTIFICIA COMISIÓN PARA AMÉRICA LATINA
A Su Eminencia
Cardenal
Marc Armand Ouellet,
P.S.S.
Presidente de la
Pontificia Comisión para América Latina
Eminencia:
Al finalizar el
encuentro de la Comisión para América Latina y el Caribe tuve la oportunidad de
encontrarme con todos
los participantes de la asamblea donde se intercambiaron ideas e
impresiones sobre la
participación pública del laicado en la vida de nuestros pueblos.
Quisiera recoger lo
compartido en esa instancia y continuar por este medio la reflexión vivida en esos
días para que el espíritu de discernimiento y reflexión “no caiga en saco
roto”; nos ayude y siga estimulando a servir mejor al Santo Pueblo fiel de
Dios.
Precisamente es desde
esta imagen, desde donde me gustaría partir para nuestra reflexión sobre la
actividad pública de los laicos en nuestro contexto latinoamericano. Evocar al
Santo Pueblo fielde Dios, es evocar el horizonte al que estamos invitados a
mirar y desde donde reflexionar. El Santo Pueblo fiel de Dios es al que como
pastores estamos continuamente invitados a mirar, proteger, acompañar, sostener
y servir. Un padre no se entiende a sí mismo sin sus hijos. Puede ser un muy
buen trabajador, profesional, esposo, amigo pero lo que lo hace padre tiene
rostro: son sus hijos. Lo mismo sucede con nosotros, somos pastores. Un pastor
no se concibe sin un rebaño al que está llamado a servir. El pastor, es pastor
de un pueblo, y al pueblo se lo sirve desde dentro. Muchas veces se va adelante
marcando el camino, otras detrás para que ninguno quede rezagado, y no pocas
veces se está en el medio para sentir bien el palpitar de la gente.
Mirar al Santo Pueblo
fiel de Dios y sentirnos parte integrante del mismo nos posiciona en la vida y,
por lo tanto, en los temas que tratamos de una manera diferente. Esto nos ayuda
a no caer en reflexiones que pueden, en sí mismas, ser muy buenas pero que terminan
funcionalizando la vidade nuestra gente, o teorizando tanto que la especulación
termina matando la acción. Mirar continuamente al Pueblo de Dios nos salva de
ciertos nominalismos declaracionistas (slogans) que son bellas frases pero no
logran sostener la vida de nuestras comunidades. Por ejemplo, recuerdo ahora la
famosa expresión: “es la hora de los laicos” pero pareciera que el reloj se ha parado.
Mirar al Pueblo de
Dios, es recordar que todos ingresamos a la Iglesia como laicos. El primer
sacramento, el que
sella para siempre nuestra identidad y del que tendríamos que estar siempre orgullosos
es el del bautismo. Por él y con la
unción del Espíritu Santo, (los fieles)
Quedan consagrados
como casa espiritual y sacerdocio santo (LG 10). Nuestra primera y fundamental consagración
hunde sus raíces en nuestro bautismo. A nadie han bautizado cura, ni obispo.
Nos han bautizados laicos y es el signo indeleble que nunca nadie podrá
eliminar. Nos hace bien recordar que la Iglesia no es una elite de los
sacerdotes, de los consagrados, de los obispos, sino que todos formamos el
Santo Pueblo fiel de Dios. Olvidarnos de esto acarrea varios riesgos y deformaciones
tanto en nuestra propia vivencia personal como comunitaria del ministerio que
la Iglesia nos ha confiado. Somos, como bien lo señala el Concilio Vaticano II,
el Pueblo de Dios,cuya identidad es la dignidad y la libertad de los hijos de
Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo (LG 9). El
Santo Pueblo fiel de Dios está ungido con la gracia del Espíritu Santo, por
tanto, a la hora de reflexionar, pensar, evaluar, discernir, debemos estar muy
atentos a esta unción.
A su vez, debo sumar
otro elemento que considero fruto de una mala vivencia de la eclesiología planteada
por el Vaticano II. No podemos reflexionar el tema del laicado ignorando una de
las deformaciones más fuertes que América Latina tiene que enfrentar —y a las
que les pido una especial atención— el clericalismo. Esta actitud no sólo anula
la personalidad de los cristianos, sino que tiene una tendencia a disminuir y
desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo puso en el corazón de
nuestra gente. El clericalismo lleva a la funcionalización del laicado; tratándolo
como “mandaderos”, coarta las distintas iniciativas, esfuerzos y hasta me animo
a decir, osadías necesarias para poder llevar la Buena Nueva del Evangelio a
todos los ámbitos del que hacer social y especialmente político. El
clericalismo lejos de impulsar los distintos aportes, propuestas, poco a poco
va apagando el fuego profético que la Iglesia toda está llamada a testimoniar
en el corazón de sus pueblos. El clericalismo se olvida que la visibilidad y la
sacramentalidad de la Iglesia pertenece a todo el Pueblo de Dios (cfr. LG 9-14)
Y no solo a unos pocos elegidos e iluminados.
Hay un fenómeno muy
interesante que se ha producido en nuestra América Latina y me animo a decir:
creo que uno de los pocos espacios donde el Pueblo de Dios fue soberano de la
influencia del clericalismo: me refiero a la pastoral popular. Ha sido de los
pocos espacios donde el pueblo (incluyendo a sus pastores) y el Espíritu Santo
se han podido encontrar sin el clericalismo que busca controlar y frenar la
unción de Dios sobre los suyos. Sabemos que la pastoral popular como bien lo ha
escrito Pablo VI en la exhortación apostólica
Evangelii nuntiandi , tiene ciertamente sus límites. Está expuesta
frecuentemente a muchas deformaciones de la religión,pero prosigue, cuando está
bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de evangelización, contiene
muchos valores. Refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos
pueden conocer. Hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo,
cuando se trata de manifestar la fe. Comporta un hondo sentido de los atributos
profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y
constante. Engendra actitudes interiores que raramente pueden observarse en el
mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la
cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción.
Teniendo en cuenta
esos aspectos, la llamamos gustosamente “piedad popular”, es decir, religión del
pueblo, más bien que religiosidad ... Bien orientada, esta religiosidad popular
puede ser cada vez más, para nuestras masas populares, un verdadero encuentro
con Dios en Jesucristo
.(EN48). El Papa
Pablo VI usa una expresión que considero clave, la fe de nuestro pueblo, sus
Orientaciones ,
búsquedas, deseo, anhelos, cuando se logran escuchar y orientar nos terminan manifestando una
genuina presencia del Espíritu. Confiemos en nuestro Pueblo, en su memoria y en
su “olfato”, confiemos que el Espíritu Santo actúa en y con ellos, y que este
Espíritu no es solo “propiedad” de la jerarquía eclesial.
He tomado este
ejemplo de la pastoral popular como clave hermenéutica que nos puede ayudar a comprender
mejor la acción que se genera cuando el Santo Pueblo fiel de Dios reza y actúa.
Una acción que no queda ligada a la esfera íntima de la persona sino por el
contrario se transforma en cultura; una
cultura popular evangelizada contiene valores de fe y de solidaridad que pueden
provocar el desarrollo de una sociedad más justa y creyente, y posee una
sabiduría peculiar que hay que saber reconocer con una mirada agradecida (EG 68).
Entonces desde aquí
podemos preguntarnos, ¿qué significa que los laicos estén trabajando en la vida
pública?
Hoy en día muchas de
nuestras ciudades se han convertidos en verdaderos lugares de
supervivencia.
Lugares donde la cultura del descarte parece haberse instalado y deja poco
espacio para una
aparente esperanza. Ahí encontramos a nuestros hermanos, inmersos en esas luchas,
con sus familias, intentando no solo sobrevivir, sino que en medio de las
contradicciones e injusticias, buscan al Señor y quieren testimoniarlo. ¿Qué
significa para nosotros pastores que los laicos estén trabajando en la vida
pública? Significa buscar la manera de poder alentar, acompañar y estimular
todo los intentos, esfuerzos que ya hoy se hacen por mantener viva la esperanza
y la fe en un mundo lleno de contradicciones especialmente para los más pobres,
especialmente con los más pobres. Significa como pastores comprometernos en
medio de nuestro pueblo y, con nuestro pueblo sostener la fe y su esperanza.
Abriendo puertas, trabajando con ellos, soñando con ellos, reflexionando y
especialmente rezando con ellos.
Necesitamos reconocer
la ciudad—y por lo tanto todos los espacios donde se desarrolla la vida de
nuestra gente— desde una mirada contemplativa, una mirada de fe que descubra al
Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas... Él vive entre
los ciudadanos promoviendo la caridad, la fraternidad, el deseo del bien, de
verdad, de justicia. Esa presencia no debe ser fabricada sino descubierta,
develada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero(EG71).
No es nunca el pastor el que le dice al laico lo que tiene que hacer o decir,
ellos lo saben tanto o mejor que nosotros. No es el pastor el que tiene que
determinar lo que tienen que decir en los distintos ámbitos los fieles. Como
pastores, unidos a nuestro pueblo, nos hace bien preguntamos cómo estamos
estimulando y promoviendo la caridad y la fraternidad, el deseo del bien, de la
verdad y la justicia. Cómo hacemos para que la corrupción no anide en nuestros corazones.
Muchas veces hemos
caído en la tentación de pensar que el laico comprometido es aquel que
trabaja en las obras
de la Iglesia y/o en las cosas de la parroquia o de la diócesis y poco hemos
reflexionado como
acompañar a un bautizado en su vida pública y cotidiana; cómo él, en su
quehacer cotidiano,
con las responsabilidades que tiene se compromete como cristiano en la vida pública.
Sin darnos cuenta, hemos generado una elite laical creyendo que son laicos
comprometidos solo
aquellos que trabajan en cosas “de los curas” y hemos olvidado, descuidado al
creyente que muchas veces quema su esperanza en la lucha cotidiana por vivir la
fe. Estas son las situaciones que el clericalismo no puede ver, ya que está muy
preocupado por dominar espacios más que por generar procesos. Por eso, debemos
reconocer que el laico por su propia realidad, por su propia identidad, por
estar inmerso en el corazón de la vida social, pública y política, por estar en
medio de nuevas formas culturales que se gestan continuamente tiene exigencias
de nuevas formas de organización y de celebración de la fe. ¡Los ritmos
actuales son tan distintos (no digo mejor o peor) a los que se vivían 30 años
atrás!
Esto requiere
imaginar espacios de oración y de comunión con características novedosas, más
atractivas y significativas —especialmente—
para los habitantes urbanos.
(EG 73) Es obvio, y
hasta imposible, pensar que nosotros como pastores tendríamos que tener el
monopolio de las soluciones para los múltiples desafíos que la vida
contemporánea nos presenta. Al contrario, tenemos que estar al lado de nuestra
gente, acompañándolos en sus búsquedas y estimulando esta imaginación capaz de responder
a la problemática actual. Y esto discerniendo con nuestra gente y nunca por
nuestra gente o sin nuestra gente. Como diría San Ignacio, “según los lugares,
tiempos y personas”. Es decir, no uniformizando. No se pueden dar directivas
generales para una organización del pueblo de Dios al interno de su vida
pública. La inculturación es un proceso que los pastores estamos llamados a
estimular alentado a la gente a vivir su fe en donde está y con quién está. La inculturación
es aprender a descubrir cómo una determinada porción del pueblo de hoy, en el aquí
y ahora de la historia, vive, celebra y anuncia su fe. Con la idiosincrasia
particular y de acuerdo a los problemas que tiene que enfrentar, así como todos
los motivos que tiene para celebrar. La inculturación es un trabajo de
artesanos y no una fábrica de producción en serie de procesos que se dedicarían
a “fabricar mundos o espacios cristianos”.
Dos memorias se nos
pide cuidar en nuestro pueblo. La memoria de Jesucristo y la memoria de
nuestros antepasados.
La fe, la hemos recibido, ha sido un regalo que nos ha llegado en muchos casos
de las manos de nuestras madres, de nuestras abuelas. Ellas han sido, la
memoria viva de Jesucristo en el seno de nuestros hogares. Fue en el silencio
de la vida familiar, donde la mayoría de nosotros aprendió a rezar, a amar, a
vivir la fe. Fue al interno de una vida familiar, que después tomó forma de
parroquia, colegio, comunidades que la fe fue llegando a nuestra vida y haciéndose
carne. Ha sido también esa fe sencilla la que muchas veces nos ha acompañado en
los distintos avatares del camino. Perder la memoria es desarraigarnos de donde
venimos y por lo tanto, nos sabremos tampoco a donde vamos. Esto es clave, cuando
desarraigamos a un laico de su fe, de la de sus orígenes; cuando lo
desarraigamos del Santo Pueblo fiel de Dios, lo desarraigamos de su identidad
bautismal y así le privamos la gracia del Espíritu Santo. Lo mismo nos pasa a
nosotros, cuando nos desarraigamos como pastores de nuestro pueblo, nos perdemos.
Nuestro rol, nuestra
alegría, la alegría del pastor está precisamente en ayudar y estimular, al
igual que hicieron muchos antes que nosotros, sean las madres, las abuelas, los
padres los verdaderos protagonistas de la historia. No por una concesión
nuestra de buena voluntad, sino por propio derecho y estatuto. Los laicos son
parte del Santo Pueblo fiel de Dios y por lo tanto, los protagonistas de la
Iglesia y del mundo; a los que nosotros estamos llamados a servir y no de los cuales
tenemos que servirnos.
En mi reciente viaje
a la tierra de México tuve la oportunidad de estar a solas con la Madre,
dejándome mirar por
ella. En ese espacio de oración pude presentarle también mi corazón de hijo. En
ese momento estuvieron también ustedes con sus comunidades. En ese momento de
oración, le pedí a
María que no dejara de sostener, como lo hizo con la primera comunidad, la fe de
nuestro pueblo. Que la Virgen Santa interceda por ustedes, los cuide y acompañe
siempre,
Vaticano, 19 de marzo
de 2016
Francisco