Publicada en Revista Don Orione #76 -
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(12/08/2019) En agosto de 2003, el P. Roberto Simionato, entonces
Superior General de los Hijos de la Divina Proviencia, escribía una
carta a la Familia Orionita en ocasión de los preparativos a la
canonización de Don Orione, presentándonos un gran desafío: “Lo mirarán a
él, nos mirarán a nosotros”. La Iglesia, los pobres y todo el mundo
buscarían en nosotros sus rasgos, sus sentimientos, sus ideales e
incluso su mismísima mirada.
Don Orione sabía ver las necesidades que
otros no veían, su mirada se posaba paternalmente en el indigente, en
el huérfano, en el excluido. Sus ojos llenos de caridad tocaban los
corazones, irradiando paz, comprensión y misericordia.
Una paternidad que se traslucía
La mirada de padre de Don Orione fue uno de sus más bellos atributos
que quedó en el recuerdo y en el corazón de tantos jóvenes, religiosos y
laicos, que nunca la olvidaron.
En 1928, el P. Cesar Morelati
ingresó a la Congregación en Italia con sólo doce años. Su mamá lo
acompañó en ese primer encuentro con el santo: “Me llevó a la presencia
de Don Orione aquel día inolvidable. Nos recibió con una sonrisa grande,
con esos ojos luminosos y con un semblante que nos acariciaba con la
mirada”.
Ya anciano, describía de modo detallado la mirada del
Fundador y lo que esta producía: “Lo que le fascinaba a la gente, tanto
jóvenes como adultos, era la paternidad de su afecto, que se manifestaba
de inmediato en sus palabras pero más especialmente en sus ojos. Estos
eran capaces de toda expresión: de bondad, de inteligencia, de
compasión, pero también de ira y de indignación. Ojos negros, grandes,
luminosos; sonreían, escrutaban, hechizaban. Eran las ventanas de un
alma rica de todos los recursos, vibrante en la más extensa gama de los
sentimientos. Su paso cansado y su aspecto a veces triste, podían no dar
la impresión del hombre que era. Pero de pronto, reavivado por un
sentimiento, los ojos se le iluminaban, la cabeza se erguía y Don Orione
parecía otro, aún físicamente. El cambio era rapidísimo y sorprendente.
Buscaba con la mirada luminosa a Cristo entre sus predilectos, los
desechados por la sociedad, hasta desear finalizar entre ellos la
jornada laboriosa de su existir”.
El transcurrir del tiempo no había borrado ese bello y profundo recuerdo.
Una ternura que tocaba los corazones
En la década del ’30, Carlos Berón de Astrada era un cadete del
Colegio Militar de la Nación, quien tras un encuentro con Don Orione,
dejó las armas para seguir a Jesucristo, como hiciera san Ignacio de
Loyola: “Mi hermana quería ver a Don Orione, entonces mi padre me dijo
que la acompañe y así lo hice. Llegamos a la casa de Carlos Pellegrini,
donde mucha gente esperaba para hablar con Don Orione, quien en ese
momento estaba atendiendo una persona. De pronto, se abre la puerta, y
sale Don Orione, me clava la mirada y me dice: “Ven aquí, que voy a
confesarte”, yo no entendía nada y fui atónico. ‘Inginocchiatti’, me
dijo, y me arrodillé. No recuerdo lo que me dijo, sólo recuerdo su
mirada”.
Esa confesión marcó un antes y un después en su vida. Pidió
la baja y fue tras el Santo, llegando a ser uno de sus más estrechos
colaboradores. Los años había pasado desde aquel primer encuentro, pero
su rostro seguía transfigurándose al recordar esa mirada.
En esa
misma época, el joven periodista y escritor Manuel Mujica Láinez
entrevistó a Don Orione para el diario La Nación. Este fue el comienzo
de una profunda amistad entre ambos.
Décadas después, la pluma
traducía en palabras sus sentimientos: “He tratado, en el curso de mi
vida, por exigencias profesionales, a bastante gente singular; he
conversado con príncipes y con grandes artistas y escritores. Lo he
visto pasar a Pío XII por la nave central de San Pedro, en la silla
gestatoria, poco antes de su muerte. Y nadie, nadie me ha impresionado
tanto como Don Orione. Nunca he captado tan próxima la presencia de lo
sobrenatural. Ninguna mirada me ha sondeado como la de sus ojos, tan
bondadosos y tan sabios; ninguna mirada ha penetrado de tal manera en
mí, ni ha andado así, por los caminos de mi sangre, hacia mi corazón,
reprochándome y perdonándome”.
En enero de 1936, Giovanni Marchi,
embajador italiano en Chile, impresionado por esa mirada, quiso de algún
modo inmortalizarla: “Testigos oculares afirmaron que el embajador
tenía como una obsesión: lograr en una fotografía no solamente el rostro
de Don Orione sino tener un documento de sus ojos excepcionales cuya
mirada era dulce y temida por ser como una espada afilada que entraba en
el interior de uno. De ninguna manera consiguió llevarlo donde un
estudio fotográfico y se decidió sacarle personalmente varias
fotografías”.
Una mirada maternal
Todos coinciden en mencionar que la mirada del Santo de la Caridad
era sobrenatural, llena de bondad y sabiduría; una mirada que sondeaba
los corazones y transmitía la misericordia divina.
Pero a la vez,
dos testimonios nos traen una descripción muy particular: los ojos de
Don Orione reflejaban también dulzura y ternura de un modo maternal,
femenino.
A pocos días de sucedido el terremoto de la Mársica,
Italia, en 1915, Ernesto Campese, funcionario del gobierno italiano
llegó al lugar del desastre. Allí se encontró con un tosco sacerdote que
trabajaba en el rescate de las víctimas: “En efecto, fui enviado con
trenes llenos de cosas a Avezzano y me conmovió este cura mal vestido,
que corría aquí y allí, donde sea, llevando confianza. Quise hablarle,
y, abordándolo mientras de trasladaba de un lado a otro, me invitó a
seguirlo. Pero ¡qué paso que tenía! Por seguirlo tropecé en una viga
entre los escombros; no pude aguantar una blasfemia. Don Orione se
detuvo a mirarme; pero, extrañamente, me miraba como cuando de niño me
miraba mi madre cuando me mandaba alguna macana.
Luego me dijo: “¿Cómo estamos en tema de religión?”.
Yo le respondí: “Tabla rasa”.
Y él: “¿Quiere llegar a ver a Dios?”.
Y yo: “Eh! ¡Si se me muestra!”
Don Orione: “Trate cada día de hacer un poco de bien”.
Este
relato, parte del testimonio para el proceso de beatificación, presenta
un interesante aspecto: un hombre de Dios capaz de mirar como una madre
y enseñar a ver a Dios.
A fines del mismo año, siendo adolescente,
el escritor italiano Ignacio Silone compartió un inolvidable viaje junto
a Don Orione, el cual plasmó en un capítulo de su libro “Salida de
emergencia” (“Uscita di sicurezza”): “Lo que de él me ha quedado mas
impreso en el recuerdo, era la contenida ternura de su mirada. La luz de
los ojos indicaba la bondad y clarividencia que se encuentran algunas
veces en ancianas campesinas, en ciertas abuelitas que en la vida han
sufrido pacientemente toda suerte de tribulaciones y por eso presienten o
adivinan las penas más secretas. En algunos momentos tenía,
verdaderamente, la impresión de que él veía en mí más claramente que yo;
pero no me resultaba desagradable”.
En su obra literaria describe
unos ojos que miraban y leían el corazón; ojos masculinos que miraban
maternalmente y transmitían ternura, amor y bondad de una abuela.
Ojos que irradiaban fuego y luz
La mirada de Don Orione era tan expresiva y transparente que permitía
vislumbrar el proceso que atravesó su persona con el correr de los
años.
Quienes los conocieron de joven, hablan de ojos llenos de
fuerza y pasión. El P. Giuseppe Rota, ex alumno del Colegio Santa Clara,
testimoniaba: “Tenía una mirada muy vivaz: a veces le era suficiente
mirar a alguno en la cara para asustarlo; pero generalmente tenía una
mirada penetrante y una expresión paterna, junto a una bella voz,
ardiente y persuasiva”.
Y quienes lo conocieron en su ancianidad,
hablan de una mirada llena de luz. Como el P. José de Luca, sacerdote,
escritor e intelectual italiano, quien así recordaba sus encuentros en
Roma: “Vi varias veces a Don Orione y sin ninguna dificultad. Le hablé,
me habló. Verdaderamente sus ojos despedían luz y sus palabras curaban;
toda su persona, vivísima, inquietísima, estaba en paz; y al besar su
mano, uno se detenía como para abrevar en esta paz”. Por su parte, el
senador italiano y amigo personal de Don Orione, Stefano Cavazzoni, se
refería a una reunión con personalidades importantes de la ciudad de
Milán en 1939, donde el Santo expuso su obra: “Quizás un discurso lleno
de celo y de calor hubiera causado menos impresión que aquel viejo
pálido, endeble, con una voz tan débil que era preciso contener la
respiración para escucharla, pero con una luz en los ojos que valía por
todas las palabras”.
El 1° de febrero de 1939 el embajador chileno
ante la Santa Sede Carlos Aldunate Errázuriz y su familia visitaron a
Don Orione en Tortona. La Sra. Adriana Lyon Lynch, esposa del
diplomático, escribió en su Diario de Viaje: “Salimos temprano camino de
Tortona (...) En el pueblo subimos a su casa, muy pobrecita (...) Al
poco tiempo llegó un sacerdote viejito, humilde de apariencia, con una
mirada vivísima a la vez que de una bondad y simpatía impresionantes,
nos hizo entrar a su pieza de trabajo, pobrísima, con una pequeña
estufa, su mesa y unas cuantas sillas de paja. Estábamos con Don
Orione...”
Aquel seminarista hiperactivo que trasmitía fuego, se
había convertido en un sabio anciano que iluminaba. Su cuerpo había
envejecido pero sus ojos seguían tocando los corazones.
“Los ojos son el espejo del alma”
Quienes conocieron a Don Orione hacen referencia de su mirada,
destacando la profundidad de la misma y capacidad de penetrar en el
interior de las personas. Basta mirar sus fotografías para sentirse
envuelto por la serenidad, la paz y la dulzura de sus ojos.
Estos
recuerdos y testimonios nos emocionan e introducen en el misterio de la
santidad de Don Orione; una caridad universal que llegaba a cada
individuo, que no excluía a nadie. Aquellos ojos negros de mirada tierna
y penetrante, irradiaban amor a Dios y amor al prójimo de un modo tan
profundo que transforma la vida de las personas.
Animémonos nosotros
también a mirar a los ojos del Santo de la Caridad, dejémonos abrazar
por esa mirada de padre y de madre; que su amor nos toque y trasforme
nuestra vida. Pidámosle al Señor la gracia de poder ver como Don Orione
veía, tener una mirada como la suya, capaz de transmitir amor, paz,
serenidad y misericordia. Y así, cuando nos miren a nosotros, lo vean a
él.